Vivimos por tanto en un «campo morfogenético»* carente de respeto del que, como siempre, son
precisamente los niños los que se ven más afectados, ya que ellos a lo largo de
todos sus años de desarrollo están inexorablemente sometido a las leyes de la naturaleza.
Es decir, que son especialmente sensibles si les tratamos como objetos en lugar
de como sujetos, si bien, al mismo tiempo tienen aún fuerza para defenderse de
tales ofensas y para darnos sin cesar una señal cuando algo en nuestra atención
no va bien. Los niños tristes, abatidos, que se pegan a nosotros, miedosos,
hiperactivos, agresivos, sabelotodos y tensos nos dan señales de alarma.
Podemos ir con estos niños al médico, hace que se sometan a un tratamiento
psicológico, podemos adaptarlos a nuestra irrespetuosa sociedad con todo tipo
de psicofármacos o de condicionamientos, pero antes o después deberemos correr
las consecuencias.
O por el contrario, podemos decidir respetar los procesos
vitales y abogar por un proceso de aprendizaje y de crecimiento que incluya en
igual medida a adultos y a niños. En medio de un ambiente irrespetuoso, cada
uno de nosotros puede crear un nuevo «campo morfogenético» consigo mismo y con su «prójimo», en lugar de someterse al campo de fuerza de un medio ampliamente
hostil y de seguir ciegos su tendencia. Como este campo de fuerza actúa sin ser
visto, como un campo magnético, necesitamos un grado elevado de presencia y de
atención incluso en las situaciones más irrelevantes, como si tuviéramos que
orientarnos en la oscuridad. La tendencia general de aquello que «se
hace normalmente» está caracterizada por la directividad, es decir,
actuar permanentemente desde fuera hacia dentro. Las situaciones son «resueltas». Los problemas se solucionan de forma que el que actúa
desde el exterior impone su voluntad usando las técnicas más variadas.
* Término que procede de Rupert Sheldrake
Rebeca Wild